lunes, 25 de marzo de 2019

La mirada del otro

La noche anterior había dormido poco. No tengo problemas para dormir, aún soy demasiado joven para eso. Simplemente me lo estaba pasando bien. La partida se había alargado algo más de la cuenta, como siempre. Y valía la pena tener sueño al día siguiente por pasar más horas con Álvaro y escuchar cómo se llenaban mis cascos con sus quejas e insultos hacia el resto del equipo, porque, todo sea dicho, parecía que estaban jugando con la pantalla apagada.

Una de las clases terminó y en el cambio de aula me habló sobre su último viaje al Salón Manga de Barcelona. Había estado ahorrando para ir y volver con varias maletas llenas de tomos de sus títulos favoritos. Le pregunté dónde pensaba almacenar todo eso y me dijo que su padre había encontrado no sé dónde más de dos pares de estanterías que montaría a lo largo del pasillo para tal fin. A falta de qué responderle, le sonreí. Charlamos algo más de tiempo, y finalmente apareció, al uso de un espectro encadenado, un profesor de guardia que nos invitó a entrar al aula y a dedicarnos a algo provechoso. Entonces, Álvaro me preguntó si había hecho la redacción. ¿Qué? ¿Qué redacción? Ah. ¿Y era para hoy? Miré al profesor, que se había puesto a conversar informalmente con algunos de mis compañeros. Miré a Álvaro, y a su cara de cómplice indiferencia. Miré la hora en mi teléfono, que se me antojó como la fortuita rama a la que uno se agarra cuando el río se lo lleva. Finalmente, miré mis manos: largas, blancas, con los nudillos secos. Debían escribir algo que convenciera a la profesora de Lengua de que su asignatura no me importaba menos de lo que lo hacía. Comenzó la cuenta atrás y salí de mi mismo para que entraran las palabras.

* * *

—Esto no lo has hecho tú —me vuelve a repetir.
Como la luna con la marea, aquello que me estaba diciendo debía de estar atirantando la incredulidad de mis ojos.
—Sí lo he hecho yo.
—Dime la verdad. Lo han hecho tus padres.

Me muestra el folio que le entregué hace un par de días como si fuera un aviso de las autoridades recriminándome que aparece mi cara en él. Sopeso mis opciones mientras la sorpresa y la impotencia me atan a la mesa y entorpecen mi pensamiento. ¿Cómo puedo explicarle a esta mujer que la redacción sí es mía, y que además, la había escrito en una hora de guardia anterior a su clase de aquel día? ¿Cómo hacerle entender que el valor que haya podido ver en ese despropósito de líneas no es más que una máscara que disimula la pereza y el desánimo que ella y sus métodos alimentan en mí?
Le doy la razón, aunque a regañadientes. La indiferencia alza mis hombros con pinzas furiosas y tomo una decisión que nunca he dejado de asolear: no volveré a dedicarte un tiempo que no valoras.
La profesora de Lengua, con su lustre citrino de rostro y sus malos deseos, pide otra redacción para la semana próxima. Aquella vez... bien podría haber firmado Internet mi hoja. Nada de lo que ahí había tenía algo que ver conmigo. Y no lo advirtió.

* * *

Álvaro ríe mientras gira la llave y me abre la puerta de su casa. Todavía le parece gracioso mi comportamiento desde aquella clase de Lengua, y aunque no espero que comprenda mi frustración por el filisteo de profesora que tenemos que padecer, agradezco su buen humor y su deseo de invitarme a ver las estanterías. Allí están, molestando más que decorando el estrecho pasillo de gotelé de su viejo apartamento. Están repletas de mangas, de arriba a abajo, conformando arcoíris de formas y colores dispares. Resultaba un poco abrumador, y solo traducir todos aquellos cómics japoneses al euro ya me inquietaba sobremanera. Álvaro no tenía mucho dinero, tampoco su padre. Y sin embargo, ahí estaban: ocho estanterías llenas, kilos y kilos de escenas y diálogos cosidos entre llamativas portadas con personajes ojigrandes y atractivas historias. Me recomendó algunas colecciones y me prestó los primeros tomos.

En su habitación, la pantalla del ordenador era la principal fuente de luz que combatía la penumbra azul de las tardes de marzo. Escuché los pasos de Álvaro ir a traer una silla que ofrecerme, y de pronto me apercibí en el centro del huracán congelado de las cosas de su cuarto. Aquí tenía más mangas, también cómics del estilo norteamericano. Algunos libros con títulos de videojuegos que conocía y que habíamos jugado juntos también se descubrían entre las lejas y el polvo. Tenía, al lado de una ristra desordenada de figuras cabezonas que representaban a los protagonistas de varias series que habíamos visto, algunos manuales para jugar al rol y cajas de juegos de mesa algo descuidadas. Sin embargo..., algo captó súbitamente mi atención. En una parte del escritorio que se afanaba en escapar de toda luz y atención, un libro, no demasiado grueso, yacía sepulcralmente. Lo agarré instintivamente, movido por una curiosidad inexplicable, y no me sorprendió notarlo frío y pegajoso. Llevaría ahí quién sabe cuánto tiempo, olvidado, privado de voz y de vida. Leí el título. Lo recordaba. Era una de esas lecturas obligatorias que nos habían mandado meses ha. Cuando lo abrí, comprendí que probablemente esa era la segunda vez que alguien lo había hecho. Álvaro lo habría hojeado el día que su padre se lo compró y poco después se convirtió en un guardapolvo.

Recordé a la profesora de Lengua y, nuevamente, miré a mi alrededor. ¿No leía, Álvaro? Las extravagantes estanterías de su pasillo, los diversos libros de su habitación, algunos incluso en inglés. El videojuego que esperaba en su pantalla, de esos que tienen más script que las miles de páginas de papel que hablan de un señor y sus anillos o de un hidalgo andante...

¿No leía, Álvaro? ¿De verdad?

Imagen de @Idril_alba


(Esta es mi entrada para la práctica 2 de la asignatura, en la que debemos ponernos en la piel de un estudiante de la ESO y reflexionar sobre su formación lectora y audiovisual. He querido hacerla narrativamente porque me parecía más ameno que listar una bibliografía. Habiendo escrito esto, me reafirmo en mi idea de que obligar a leer es lo más contraproducente que puede uno hacer para fomentar el gusto por la lectura. Seguramente, a mí me gusta jugar a videojuegos porque nadie, nunca, me ha obligado a hacerlo. Tal vez una cosa no se diferencie tanto de la otra, al fin y al cabo.)

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